En cambio, los que odian a los ricos estarían encantados de ver salir su décimo en la lotería de Navidad o de acertar seis en la primitiva para convertirse de inmediato en uno más de los que dicen detestar.
Esa es la marca España, más que la tortilla y la paella: la imposición de la miseria, material o moral; la presión contra el que tiene más o el que saca buenas notas en el colegio y tiene que ocultarlo para no convertirse en un paria. En España ser feliz y demostrarlo es tan peligroso como llevar joyas en un barrio de mendigos.
Aquí hay que decir siempre que la cosecha ha sido mala, que la empresa da para ir tirando, que los hijos andan buscando algo por ahí y que la hipoteca pesa como una losa, aunque hayas tenido la cosecha de tu vida, hayas multiplicado por diez los beneficios, los hijos sean dentistas y funcionarios y hayas terminado de pagar la hipoteca hace veinte años.
Decir que ye va bien, que te gusta tu mujer más que la del vecino, que te diviertes con tu trabajo o que hace seis meses que no miras la cuenta del banco porque vas desahogado es buscarte enemigos. Y así no hay manera de que nadie quiera emprender, sobre todo en una sociedad organizada hacia afuera, donde el premio mayor es ser aceptado por tu comunidad.
Hasta que no nos desprendamos de esa envidia cainita, de ese tufo católico (o socialista) de que la pobreza es una condición moral y el muñón es merecedor de privilegios, no seremos más que una sociedad de miserables y tullidos, una sociedad que agita su miseria o su amputación como si eso les hiciese mejores.
Y al menos al cojo le falta sólo un pie. Lo peor son los idiotas.